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Hablamos de una fiesta con un marcado carácter religioso cuyos orígenes nos remontan al papado de Bonifacio IV (608 al 615), que fue el responsable de consagrar el denominado “Panteón de Agripa” al culto de la “Virgen y los mártires”. Por aquel entonces, la festividad se celebraba el 13 de mayo, día en el que se recordaba a los santos anónimos y que eran desconocidas por la cristiandad. El responsable de cambiar la fecha al 1 de noviembre fue el Papa Gregorio III (731-741). Fue él, de hecho, quien consagró una capilla en la misma Basílica de San Pedro para honrar a todos los Santos. Según cuenta la historia, el cambio de fecha responde a la intención de los dirigentes católicos de instaurar nuevas festividades por las mismas fechas y con una apariencia doctrinal similar a las tradiciones paganas porque así resultaría más sencillo que los creyentes abandonaran progresivamente sus antiguas creencias. En este sentido, cabe decir que la víspera del 1 de noviembre se celebraba una festividad celta que servía para marcar el final del verano y de las cosechas, y la llegada de los días con más oscuridad y temperaturas más bajas. Según esta tradición pagana, el cambio de estación se producía debido al dios de la muerte, responsable de hacer volver a los muertos.
Cuando los romanos invadieron a los celtas, las culturas de ambos se mezclaron, lo que posibilitó cierta adopción entre estos últimos de la festividad de los muertos, aunque los romanos, cabe decir, decidieron combinarla con sus Fiestas de Pomona, dedicadas a la diosa de la fertilidad. Y aquí encontramos el comienzo de Halloween, aunque en el Cristianismo esta vigilia festiva se conocía como “All Hallow’s Even”, es decir, Vigilia de Todos los Santos.
Al papa Gregorio (827-844) se le atribuye la generalización de la celebración en toda la Iglesia Católica a mediados del siglo IX. De esta manera, todos los santos sin excepción pasaron a tener un día en el calendario para ser venerados. Tanto los que ya poseían una fiesta propia en el calendario litúrgico como los desconocidos, que contarían a partir de entonces con el 1 de noviembre. Desde ese mismo instante, la festividad pasó a vivirse igual en todos los países con mayoría católica.
Eso sí, las iglesias Ortodoxa, Anglicana y Luterana celebran la efemérides el primer domingo después de Pentecostés, que tiene lugar cincuenta días después de Pascua.
La festividad de Todos los Santos está por tanto consagrada a todos los difuntos que, después de pasar por el purgatorio, han logrado una “visión beatífica y gozan ya de la vida eterna en la presencia de Dios“. Por ello la expresión “todos los santos” hace referencia no solo a los beatos o santos que figuran en la lista de los canonizados, sino a todas aquellas personas anónimas que sin contar con un día en el calendario litúrgico, viven “en la presencia de Dios”.
La celebración del Día de Todos los Santos y del Día de los Difuntos conlleva la celebración de una serie de tradiciones entre las que destaca visitar las tumbas de los seres queridos como señal de que todavía se les recuerda. Casi siempre, portando flores y aprovechando la visita para arreglar y adecentar las tumbas. Pero, igualmente, existen muchos dulces cuyo consumo se asocia a esta festividad y los más famosos son los huesos de santo y los buñuelos de viento, dos exquisiteces que, en Confitería Blanco, llevamos elaborando de manera completamente artesanal más de un siglo.
Los huesos de santo son un mazapán alargado y cilíndrico con un suave baño en almíbar y relleno de dulce de yema y los buñuelos de viento, un tentador dulce elaborado uno a uno por nuestros maestros artesanos empleando aceite de oliva virgen extra. Dos buenos ejemplos de la repostería artesana y de alta cocina que caracterizan a nuestro obrador centenario.